LA PEREZA. PASIÓN POR LA INDIFERENCIA. PREÁMBULO

 Por Sergio Benvenuto 


Sobre la cabeza del monje, allí en Egipto, solo en el desierto de piedra, donde transcurre la vida tratando de parecerse todo lo posible a Cristo, se cierne un peligro mortal. A medio día, cuando el sol ha llegado a lo más alto y el calor aprieta, el «demonio del mediodía» —enemigo que no da tregua y despiadado— se adueña del alma del solitario. Monakos, en griego, quiere decir solitario y célibe single, que diríamos hoy—. Estos solitarios, por lo demás singulares, llamarán akedia, en griego, a este flagelo del mediodía, término posteriormente latinizado en acedia. El «a» es privativo y kedos quiere decir cuidado. Así pues, acidia es desgana, indiferencia, negligencia. Es no tener cuidado de... Hoy los traductores italianos de ese término prefieren usar sconforto, de connotaciones más directamente relacionadas con desánimo o desaliento.

Más tarde, desde las tebaidas egipcias —Nitria, Kellia, Scetis— la acidia o acedía, como también se dice en castellano, pasó a los monasterios de Occidente.

Decía Juan Clímaco: «el médico visita a los enfermos a primera hora de la mañana; la pereza, sin embargo, visita a los monjes hacia el mediodía». A esa hora, escribe san Nilo en su De octo spiritibus malitiae, el homo religiosus está «torpe y como desconcertado»:

Si está leyendo, se interrumpe intranquilo y al cabo de un minuto se desliza hacia el sueño; se frota la cara con las manos, extiende los dedo y, separando la mirada del libro, la fija en la pared; vuelve a ponerla en el libro, sigue leyendo algunas líneas, repitiendo en voz baja el final de cada palabra leída; mientras tanto, se llena la cabeza de cálculos inútiles, cuenta el número de las páginas y las hojas de los cuadernos.

En definitiva, no logra concentrarse en la lectura, con frecuencia cae en un breve sueño, del que se despierta con una necesidad compulsiva de comer.

Cuando el demonio meridiano le atrapa, escribe Cassiano (ca. 360-435) en De instituis coenobiorum, «le inocula un horror por el lugar en que se encuentra, una incomodidad en relación con su propia celda y un asco por los hermanos con los que convive, que ahora le parecen negligentes y groseros». Entonces el perezoso se lamenta de la inutilidad de la vida conventual, se queja porque su espíritu acabará secándose si continúa en ese lugar. Se aflige por haberse quedado vacío e inmóvil en la misma celda.

Se entrega a exagerados elogios de los monasterios ausentes y lejanos y evoca los lugares en los que se encontraría sano y feliz; [...] y lo contrario, todo lo que tiene al alcance de la mano le parece árido y difícil, sus hermanos carentes de toda cualidad y hasta la comida le parece complicado procurársela sin un gran esfuerzo. [Piensa en abandonar su celda y luego, por la tarde,] le asalta un desfallecimiento corporal y una rabiosa necesidad de comer, como [...] si hubiera ayunado durante dos o tres días. Entonces empieza a mirar a un lado y a otro alrededor suyo, entre y sale de la celda y mira fijamente el sol como si pudiese retrasar el ocaso, hasta que, por fin, le sobreviene a su mente una insensata confusión.

Escribe Adam Scoto (cartujo del siglo XII):

Con frecuencia, cuando estás sólo en la celda, se apodera de ti cierta inercia, una insensibilidad mental y una náusea del corazón. Notas una inmensa repugnancia. Eres un peos para ti mismo y aquella alegría interna que antes hacía que te sintieras tan feliz te ha abandonado. La dulzura de ayer o de anteayer se ha trocado en gran amargura; se ha secado el flujo de lágrimas que te bañaba. Se ha apagado el vigor intelectual, tu calma interior ha muerto. Tu alma está en pedazos, confusa y dividida, triste y amargada. No te gusta leer, la oración no te proporciona la paz que buscas, no consigues reencontrar la dulce lluvia de las meditaciones espirituales. [...] Ya no existe en ti alegría y júbilo espiritual. Estás dispuesto y preparado para las bromas, los chismes y las conversaciones ociosas, pero eres lento en llegarte al silencio y en asumir un compromiso válido o dedicarte a los ejercicios espirituales. 

Llaman aquí la atención las representaciones de la sequedad perezosa: las lágrimas consoladoras se secan, se detiene la dulce lluvia de la meditación. La pereza es, también, enfriamiento espiritual. Esta cualidad fría de la pereza —a diferencia de otros pecados calientes— disfrutará de una larga carrera en Occidente. La pereza primero y la melancolía luego serán descritas como frías y secas: el alma fría, carente de fervor, se reseca. También hoy, quien sufre de «depresión severa», petrificado en su desesperación, no consigue llorar.

Dijimos que la pereza era, de hecho, un ataque de pasotismo. ¿De qué es de lo que el solitario ya no se preocupa? De su trabajo, que consiste en encontrar a Dios, y por tanto de la esichia: gozo de su unión con Él, la beatitudo, como suma felicidad, lejos de las ocupaciones del mundo. En lugar de disfrutar del contacto divino, el eclesiástico desea... Ya no le interesa nada, porque un deseo sin objeto, desligado, desatado, paradójicamente, por una parte le inmoviliza en la cama y por otra le empuja febrilmente a vagar hambriento por el mundo.

En fin, la aflicción del perezoso, en sus diferentes formas, se revela como la otra cara, preocupada y desconsolada, de una necesidad de estar despreocupados al máximo. Esta humana, demasiado humana, distracción tienta al espíritu que tiende al Gran Proyecto —en el caso de los monjes, esperar que Dios se manifieste—. Se trata de las ganas de comer bien, beber, bromear, divertirse, copular...

¿Cuál es la razón de que «el demonio de la pereza» se presente, por lo general, al mediodía? Dice Heine que los dioses del paganismo grecorromano se convirtieron en los demonios del cristianismo. Efectivamente, el mediodía, en el mundo pagano, era la hora en que —en bosques y campos— irrumpía el tremendo Pan.

Pan, dios pastor con piernas y cuernos de cabra, con pezuñas y piernas hirsutas, en la antigüedad era el Señor de los campos y de los bosques a la hora del mediodía. Vagaba por los bosques tocando y bailando, excitado trataba de hacerse con ninfas y pastores. Con engaños sedujo incluso a la Luna, pero cuando un muchacho o una muchacha se le escapaba, se masturbaba obscenamente. Terrible era su grito salvaje que asustaba incluso a sí mismo —grito de mediodía, en la culminación de la luz y de la lascivia—. En definitiva, que tenía las cualidades precisas para inspirar la iconografía cristiana de Satanás. ¿Era entonces la acidia la tentación de Pan? El mediodía era, precisamente, la hora pánica.

Efectivamente, Pan era el dios del deseo en estado salvaje. Pura concupiscencia. Como veremos, la historia de la pereza y sus derivadas y consecuencias —la melancolía, el pesimismo, la depresión, etc.— ilustra una fenomenología del deseo que salvajemente emerge y distrae del Goce de lo que realmente importa. El demonio en la depresión —diríamos hoy— nos hace sentir entonces todo el peso de lo real, devuelto a la árida y gélida verdad del desierto.





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