MI ENCUENTRO CON CESAR VALLEJO

 Por Antenor Orrego 


(Fragmento)

Un aura de penetrante simpatía fluía de toda su persona. Paréceme verlo todavía, a una distancia de más de treinta años. Figura magra, escurrida en demasía, flexible, ligeramente dislocada al caminar, de mediana estatura. Frente vasta, alta, sin ninguna arruga, con suavísima prominencia en la parte superior. Caía sobre ella, con gracia viril, desordenada en ocasiones, una bruna, copiosa y lacia cabellera. Vigoroso el entrecejo, mas sin dureza, ni acrimonia. Empero, lo más característico de su semblante eran los ojos buidos y oscuros, sumergidos a pique en dos cuencas profundas, abismales casi. Parecían taladrar, estuporados de misterio, el enigma de la vida, desde la honda sima de su alma. Y, luego, los pómulos salientes y el audaz mentón beethoveano que avanzaba, como una quilla cuadrada y resuelta, que acometiera, por anticipado, el duro destino que le aguardaba. El rostro, en conjunto, de rasgos originalísimos, daba la impresión tan honda, difícil de borrar de la memoria, mezcla de bondad y energía, a la vez. No tenía puras facciones de indio, ni tampoco de blanco. Menos aún esa hibridación fisionómica del mestizo, tan frecuente en nuestro pueblo. Repito que era una efigie muy original, de vigorosa, armoniosa y enérgica unidad de expresión. El pergeño, en conjunto, traía al recuerdo la imagen de un Abraham Lincoln moreno. Tenía, más bien, por sus facciones, por sus gestos y por su color amarcigado, el aire de un hindú, Hablaba poco y poseía una noble serenidad en la actitud. Jamás le vi colérico, aunque se le adivinaba transido por angustiosas inquietudes internas. Era incapaz de herir a nadie. Magnánimo y tolerante siempre. Cuando se producía una situación tensa o violenta entre amigos, le afloraba el humor a los labios. Una graciosa y amable agudeza deshacía la tempestad inminente, como por ensalmo.

Ambos supimos desde el primer instante, que íbamos a ser amigos de toda la vida. Lo supimos por esa intuición juvenil que nos alumbra, a veces, desde el futuro, panoramas enteros de nuestra propia existencia. Me dijo mucho tiempo después, en una hora de confidencia, que la noche de nuestra primera charla, acostado ya, vio en relación conmigo, circunstancias concretas y precisas que, años adelante, lo sorprendieron como realidades soñadas. Indudablemente, poseía extrañas facultades premonitorias.

—Asisto, en ciertos momentos inesperados —me expresó en una ocasión— a escenas vívidas que no me han ocurrido, como si las recordara, y que me llenan de terror porque creo estar loco.

Algún tiempo después fui testigo presencial de una nueva manifestación de esa proclividad visionaria. Vallejo estaba asilado en mi rústica casa de campo —en Mansiche, pueblecillo rural cercano a Trujillo— que nuestros amigos la bautizaron con el nombre de "El Predio". El poeta eludía, por esa época, la persecución de la justicia a consecuencia de los sucesos de Santiago de Chuco. Dormíamos ambos en el único dormitorio de la casa. Una noche despertéme sobresaltado a los gritos angustiados de mi huésped que me llamaba desde su lecho. Cuando abrí los ojos en la penumbra, Vallejo estaba delante de mí, temblando como un azogado de la cabeza a los pies:

—Acabo de verme en París —me dijo— con gentes desconocidas y, a mi lado, una mujer, también desconocida. Mejor dicho, estaba muerto y he visto mi cadáver. Nadie lloraba por mí. La figura de mi madre, levitada en el aire, me alargaba la mano sonriente.

Y añadió:

—Te aseguro que estaba despierto. He tenido la visión en plena vigilia y con caracteres tan animados como si fuera la realidad misma. Siento que voy a perder el juicio. Levántate, por favor.

Inútiles fueron mis esfuerzos para calmarlo. No dormimos ya el resto de la noche. Hicimos café. El alba nos sorprendió conversando.

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