POETAS EN LA LIMA DE LOS AÑOS TREINTA (I)

 Por Emilio Adolfo Westphalen  


(Fragmento)

El arco de mis intereses se fue ampliando por influencia de dos condiscípulos: Estuardo Núñez y el que más adelante adoptaría por nombre Martín Adán, cuyas normas de evaluación eran particularmente exigentes para su edad. Ignoro qué orden o concierto habían dispuesto ellos para sus lecturas. Las mías se acumularon como vinieran: autores antiguos y modernos, cuento, novela y teatro, ensayo y poesía, los clásicos españoles en toda la gama, desde el Poema del Cid y el Arcipreste hasta Larra, Espronceda y Moratín, la generación del 98 completa, Ortega y sus discípulos, Gómez de la Serna, Gabriel Miró, mezclados con traducciones de Baudelaire, Flaubert, Nerval, Stendhal, France, Giraudoux, Morand y la gran revelación a los quince años: los primeros tomos de À la recherche du temps perdu en la traducción de Salinas.

Un tal hartazgo y empacho de literatura no despertaron en mí la mínima veleidad de imitación, a diferencia de mis dos compañeros en quienes la vocación literaria ya se manifestaba; en Martín Adán por la práctica asidua de la poesía, en Estuardo Núñez por la del relato y la impresión crítica; y no eran ellos los únicos en clase que se ensayaban en las letras. Por mi temperamento yo vivía muy aislado, sin cambiar casi palabra con nadie. Divagaba y me encerraba en fantasías y ensoñaciones que no tenía deseo alguno de compartir. Lo que me sorprende de esa época de mi vida, considerada a la distancia, es que desde tan temprano no aceptara otros principios y creencias sino los que en mi fuero propio encontraba válidos. Me aparté así a los catorce años de toda práctica religiosa, sin ninguna ostentación pero sin hacer tampoco concesión alguna. En casa, mi actitud no fue percibida. Tenía mi padre la agobiante tarea de mantener una numerosa familia; mi madre no se daba abasto para la vigilancia y cría de la prole; ninguno de los dos me creía capaz de decisiones propias en el asunto; yo discretamente tampoco insistía ni polemizaba. El asunto era mío y no de los otros.

Cuando llegó el término escolar y se trató de escoger una carrera, me decidí por la de ingeniero civil; elección por inercia ya que se suponía que un buen matemático, como era yo entonces, no tenía otra alternativa. En realidad no me atraía especialmente pasarme la vida construyendo puentes y caminos. De nuevo intervino la casualidad en mi vida. No pasé, contra toda previsión de condiscípulos y maestros, el examen de ingreso a la Escuela de Ingenieros, que sí superaron en cambio compañeros de clase que yo había adiestrado. El año libre en espera de una nueva intentona lo dediqué sobre todo a la lectura; pero no me contenté con las ediciones en español sino que me arriesgué con los originales ingleses o franceses consultando fatigosamente diccionarios  y vocabularios. Tomé además, contra el criterio de mi familia, la decisión de no insistir en Ingeniería y de presentarme a la Facultad de Letras de San Marcos, donde ya estaban mis amigos. No es que juzgara brillantes las nuevas perspectivas. Creo que obraba más por despecho ante el injusto trato que consideraba se me había infligido. Mi falta de orientación corría pareja con la comprobación de no haber efectivamente posibilidades de éxito para mí. Veía campos de conocimientos que me hubiera gustado explorar; se me imponía en cambio que decidiera de inmediato, a los quince años, cuál dirección debía tomar en adelante en mi vida, a fin de ganármela, teniendo presente que el camino no tendría término sino con mi muerte. Nunca me he sentido hombre de profesiones. Las que he ejercido las he sufrido a pesar mío y siempre con carácter provisorio, en espera de la oportunidad de una ocupación más afín. Pasé así largos años como empleado en las oficinas de una compañía exportadora de minerales y metales, como traductor en organismos internacionales, en tres ocasiones he publicado revistas culturales en Lima, he dictado, como profesor universitario, cursos sobre arte del Perú antiguo, he escrito ensayos y artículos sobre temas muy variados; he leído algunas conferencias sobre arte y literatura. No me identifico con ninguno de esos personajes; considero igualmente al poeta o pseudo poeta como un advenedizo.

En San Marcos no encontré sino maestros de nivel escolar. Descubrí en cambio, en la Biblioteca, una colección de la Nouvelle Revue Française sin cortar, y por ella entré por primera vez en contacto con William Blake cuyo Matrimonio del cielo y del infierno había traducido André Gide. Esa fue una de las grandes experiencias de la poesía, de las que dejan huellas perdurables. Descubrimientos contemporáneos, o quizá anteriores, fueron la Segunda antología poética de Juan Ramón Jiménez y la antología de José María Eguren que había insertado Pedro Zulen en el Boletín Bibliográfico de la Biblioteca de San Marcos.

¿De qué manera nos cambia la lectura de un poeta? ¿Cómo se determinan nuestras preferencias? ¿Por qué corrientes de afinidad nos sentimos cercanos de algunos? ¿Por qué motivos rechazamos otros que acaso la fama exalta? No me atrevería a decir en qué consiste el cambio. Nada más que una sensación de turbación, un dulce o amargo desasosiego. En el caso de Eguren pienso, sin embargo, que podría dar razón, si no de los ecos suscitados, de las cuerdas interiores tocadas, al menos de ciertas comprobaciones que podrían tener derivaciones tal vez más generales.

La primera tiene relación con el desconcierto que durante algún tiempo despertó ese tipo de poesía, y con el desacierto de ciertas interpretaciones o explicaciones. Me extraña todavía, por ejemplo, observar que el mismo Mariátegui diera importancia excesiva a los que dieron en llamarse "rasgos medioevales e infantiles" de Eguren. Hubiera sido tan fácil verificar la primera calificación; no había sino que anotar toda referencia o alusión a temas, personajes, sucesos o circunstancias que fuera dable considerar medievales. La cosecha no puede ser más parca. No hay más que un único poema en toda la obra de Eguren con tales características, el intitulado precisamente "Medioeval", y que es otro de esos desfiles de figurones en los que se complacía Eguren, aunque esta vez, o también esta vez, termina como en un rondó o danza de muerte. Más que de figurones correspondería hablar de aparecidos, de fantasmas, de difuntos. De todas formas, ese poema "Medioeval" da tan poco el tono general en la obra de Eguren como no lo da el poema "Incaica", por el que siempre estuvo expuesto a general admonición. Mejor hubiera quizá podido hablarse de una veta "gótica" en Eguren ya que se conoce como novela "gótica" aquella de espanto y misterio inventada en Inglaterra a fines del siglo XVIII, que tanto influyera en el romanticismo y que los surrealistas, recientemente, también celebraron. Es desconcertante, por otra parte observar la frecuencia con que Eguren apela a difuntos, aparecidos, fantasmas, a seres que alguna vez estuvieron vivos y a otros que más parece que nunca llegarían a estarlo a no ser por la repentina y breve vida que les confiere el poeta al evocarlos. En la serie habría que incluir todos esos personajes inubicables e inidentificables que proliferan en la poesía de Eguren y que ostentan los raros nombres de "La Tarda", "La dama i", "Syhna la blanca", o son un dominó vacío o una diosa ambarina. El gusto por los fantasmas invade todos los reinos; tenemos no sólo torres o puertas irreales, naves difuntas, reyes rojos de calcomanía, sino también el caballo muerto en antigua batalla y finalmente ese dios cansado, una de las figuras patéticas de la mitología egureniana y que ya no es sino sombra de divinidad, también él, nada más que un dios fantasma.

Quedaría la sospecha que esta característica de Eguren podría encerrar parte de su secreto si no supiéramos que nos hallamos ante una expresión del simbolismo, de una tendencia en la que toda interpretación resulta, por definición, ociosa. Recordemos lo que sobre el simbolismo escribió Auden, aclarando magistralmente el fenómeno:

"Algunas imágenes se presentan cargadas con más emotividad que la que una inspección racional puede justificar. Tal imagen es un símbolo. A la pregunta ¿qué es lo que simboliza? sólo son posibles respuestas múltiples e igualmente parciales, porque a diferencia de la imagen alegórica, no hay una relación unívoca entre imagen y símbolo".

No habría por tanto inconveniente en aceptar como antecedente de "La dama i" un verso de Musset sobre la luna o de Marcabrun sobre un personaje recto como una i, siempre que se reconociera que ese conocimiento no es determinante de la particular atmósfera irreal que baña al personaje como a todo el poema de Eguren.

Suena hermoso definir a Eguren "claro y sencillo", como hizo Oquendo de Amat, aunque no sea muy exacto. Es igualmente ambiguo el acercamiento a la infancia. Eguren podía inclinarse sobre la infancia, podía haber conservado las calidades de fabulación y de sorpresa propias del niño, pero su poesía fue el fruto de una cultura refinada y de una experiencia de adulto. Me molesta que se califique de infantil a la poesía de Eguren porque barrunto que su empleo tiende a rebajarlo, a quitarle vigencia. La deuda principal que tenemos con él es que nos hizo patente la fragilidad y el poder, a la vez, de la expresión poética: más poderosa cuanto más frágil. No hay nada, en la mejor poesía de Eguren, de los timbales de la retórica modernista; nada tampoco de la demagogia de los grandes temas. Pero el dolor y el misterio del destino humano se revelan más que implícitos en su poesía, en apariencia sobre muertos y aparecidos, en realidad sobre lo incierto de la condición humana, titubeante tras imaginaciones, símbolos y mitos, dividida entre angustias y goces igualmente perecederos e inexistentes.

 



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