CONFESIÓN

 Por Lev Tolstoi 


(Fragmento)

Esas son las respuestas directas dadas por la sabiduría humana a la cuestión de la vida. «La vida del cuerpo es un mal y una mentira; por eso la destrucción de la vida del cuerpo es un bien y debemos desearla», dice Sócrates. «La vida es lo que no debe ser, un mal, y el tránsito a la nada es el único bien», dice Schopenhauer. «Todo en el mundo, la necedad, la sabiduría, la riqueza, la miseria, la alegría, el dolor, es vanidad y nadería; el hombre morirá y nada quedará, y esto es absurdo», dice Salomón. «Es imposible vivir sabiendo que el sufrimiento, el debilitamiento, la vejez y la muerte son inevitables; es preciso liberarnos de la vida y de toda posibilidad de vida», dice Buda. Lo mismo que han dicho y sentido esas mentes poderosas, lo han dicho, pensado y sentido millones de personas como ellos, y eso es lo mismo que he pensado y sentido yo mismo. Así, mi vagabundeo por las ciencias no sólo no me libró de mi desesperación sino que la exacerbó. Un área del conocimiento no respondía a la cuestión de la vida. Otra contestaba directamente confirmando mi desesperación, demostrándome que la situación a la que había llegado no era fruto de un equívoco mío, de un estado enfermizo de mi intelecto; por el contrario, esa área del conocimiento me confirmaba que yo pensaba correctamente y que coincidía con las conclusiones a las que habían llegado las mentes más poderosas de la humanidad: engañarse a sí mismo no tiene sentido, todo es vanidad, feliz el que no ha nacido, la muerte es mejor que la vida, hay que librarse de ella.

Al no encontrar una explicación en la ciencia, me puse a buscarla en la vida, esperando hallarla en las personas que me rodeaban. Y me puse a observar a esa gente que era como yo para saber cómo vivían y se enfrentaban a la pregunta que e había llevado a la desesperación. Y he aquí lo que encontré en las personas cuyas circunstancias eran exactamente las mismas que las mías en cuanto a educación y modo de vida. Descubrí que para la gente de mi clase social hay cuatro maneras de escapar a la terrible situación en la que todos nos hallamos. La primera salida es la de la ignorancia. Consiste en no saber, no comprender que la vida es un mal, un absurdo. Las personas que pertenecen a esta categoría, en su mayor parte mujeres o bien hombres muy jóvenes o muy estúpidos, no han comprendido aún el problema de la vida que se le presentó a Schopenhauer, a Salomón, a Buda. No ven ni el dragón que les espera ni los ratones que roen los arbustos que los sostienen y no hacen otra cosa que lamer las gotas de miel. Pero lamen estas gotas de miel sólo por un tiempo: algo atraerá su atención hacia el dragón y los ratones y sus lamidos cesarán. No tengo nada que aprender de esta gente puesto que uno no puede dejar de saber lo que ya sabe.

La segunda salida es el epicureismo. Consiste en aprovechar los bienes que se nos ofrecen pese a conocer la desesperanza de la vida. No mirar el dragón y los ratones, sino lamer la miel de la mejor manera posible, especialmente si hay mucha sobre el arbusto. Salomón expresa así esta idea: «Por tanto, celebro la alegría, pues no hay para el hombre nada mejor en esta vida que Dios le ha dado. Anda, come tu pan con alegría, bebe tu vino con alegre corazón, goza de la vida con la mujer amada, todos los días de tu vida vanidosa, en todos tus días vanidosos, puesto que esas es tu suerte en la vida y en el trabajo en el que te afanas debajo del sol, y todo lo que te venga a la mano hazlo con todo empeño porque en el sepulcro, a donde te diriges...»

Ahora veo que si no me maté fue debido a una consciencia vaga de que mis ideas eran equivocadas. Por muy convincente e indudable que me pareciera el desarrollo de mis pensamientos y el de algunos sabios que nos han llevado a admitir la absurdidad de la vida, una vaga duda persistía en mí acerca de la autenticidad del punto de partida de mi razonamiento. Mi duda se expresaba así: Yo, mi razón, había reconocido que la vida era irracional. Si no hay nada más elevado que la razón, y no lo hay y nada puede probar que lo haya, entonces, la razón es la creadora de vida para mí. Sin razón no habría vida para mí. Pero ¿cómo puede esa razón negar la vida cuando es ella la creadora de vida? o, visto de otra manera, si no hubiera vida la razón tampoco existiría. Luego, la razón es hija de la vida, la vida lo es todo; la razón es fruto de la vida, sin embargo, reniega de esta. Sentía que algo ahí no era del todo correcto. La vida es un mal absurdo, no cabe duda de eso, me decía yo. Pero he vivido y todavía vivo y toda la humanidad ha vivido y continúa viviendo. ¿Cómo es posible? ¿Por qué los hombres viven cuando podrían no vivir? ¿Acaso sólo Schopenhauer y yo éramos lo suficientemente inteligentes para comprender la absurdidad y el mal de la vida? El argumento sobre la vanidad de la vida no es tan dificil, incluso las personas más sencillas lo han comprendido desde hace mucho tiempo y con todo han vivido y siguen viviendo. ¿Cómo es que siguen viviendo y nunca se les ocurre dudar de la racionalidad de la existencia?

El conocimiento, confirmado por la sabiduría de los sabios, me ha revelado que todo en el mundo, lo orgánico y lo inorgánico, está dispuesto de un modo extraordinariamente inteligente y que sólo mi posición es estúpida. Pero esos imbéciles, esa enorme masa de gente sencilla, no saben nada sobre cómo está organizado lo orgánico y lo inorgánico en el mundo y sin embargo viven, y les parece incluso que su existencia está organizada de una manera muy racional. Y se me ocurrió que debía de haber algo que todavía no supiera. Después de todo la ignorancia actúa precisamente de esa forma: la ignorancia siempre dice lo que yo estoy diciendo; cuando no sabe algo, dice que lo que ella ignora es estúpido. Lo cierto es que la humanidad entera ha vivido y vive como si comprendiera el sentido de la vida, puesto que sin comprender su sentido no podría vivir; pero yo digo que toda ella es un absurdo y que no debo vivir. Nadie nos impide negar la vida, como ha hecho Schopenhauer. Así que mátate y no tendrás que volver a pensar en ello. Si no te gusta la vida, mátate. Si vives y no puedes comprender el sentido de la existencia, ponle fin en lugar de dar vueltas contando y escribiendo que no la comprendes. Tienes una alegre compañia, todos se encuentran muy bien en ella y saben lo que hacen. Si te aburres y la encuentras ofensiva, vete.

Los que estamos convencidos de la necesidad del suicidio y no nos decidimos a llevarlo a cabo, qué somos sino los hombres más débiles e inconsecuentes y, hablando con franqueza, los más estúpidos, que se enorgullecen de su estupidez como un niño lo haría de su juguete nuevo. Después de todo, nuestra sabiduría, por muy irrefutable que sea, no nos ha dado ha conocer el sentido de la vida; mientras que los millones de personas que conforman la humanidad participan en la vida sin dudar de su sentido. De hecho, desde tiempos remotos, cuando la vida de la que sé algo comenzó, han vivido personas que conocían los argumentos respecto a la vanidad de la vida, los argumentos que a mí me han revelado su absurdidad, y eso no les ha impedido vivir ni encontrar un sentido a la vida. En cuanto se manifestó la vida de los hombres, ellos comprendieron ese sentido y han llevado la vida hasta mí. Todo lo que hay en mí y alrededor de mí es fruto de su conocimiento de la vida. Los mismos instrumentos de pensamiento con los que juzgo la vida y la condeno no han sido creados por mí, sino por ellos. Yo he nacido, he sido educado y he crecido gracias a ellos. Ellos fueron los que extrajeron el hierro, los que nos enseñaron a abatir los árboles, a domesticar a las vacas, los caballos, los que nos enseñaron a sembrar, los que nos enseñaron a vivir juntos, los que organizaron nuestra vida. Me enseñaron a pensar y a hablar. Yo soy obra suya; nutrido, educado e instruido por ellos. Pienso de acuerdo con sus ideas, con sus palabras, y ahora les he demostrado que todo es un absurdo. «Hay algo que no es correcto», me decía, «en alguna parte me he equicovado». Pero no podía descubrir donde estaba ese error.

Había algo... Sólo sentía que la fuerza de convicción de la razón era perfecta, pero no bastaba. Ninguno de esos argumentos logró persuadirme para que hiciera lo que resultaba de los razonamientos, es decir, matarme. Estaría faltando a la verdad si afirmase que fue por medio de la razón que había conseguido llegar a este punto sin matarme. Mi razón trabajaba, pero algo más trabajaba que no puedo llamar de otro modo que conciencia de la vida. Obraba en mí también otra fuerza que me obligaba a prestar atención a una cosa en lugar de la otra, y fue esta la que me sacó de mi situación desesperada y guió mi razón en una dirección completamente diferente. Esa fuerza me obligó a considerar que yo y cientos de personas de mi clase no conformábamos toda la humandidad y que yo todavía no conocía lo que era la vida para la humanidad.

Mientras miraba el restringido círculo de hombres de mi generación sólo veía a personas que no habían comprendido el problema, personas que lo habían comprendido pero lo ahogaban en la borrachera de la vida, personas que lo habían comprendido y habían puesto fin a sus vidas, o habían personas que lo habían comprendido pero por debilidad continuaban llevando una existencia desesperada. Y mi mirada no iba más allá. Me parecía que ese restringido círculo de científicos, ricos y osciosos, al cual yo pertenecía, comprendía toda la humanidad, y que los miles de millones de hombres que habían vivido y que aún vivían fuera de ese círculo era animales, no personas. Por extraño e increiblemente incomprensible que ahora me parezca el hecho de que, razonando sobre la vida, pudiera no fijarme en la vida de la humanidad que me rodeaba, que pudiera engañarme ridiculamente hasta el punto de pensar que mi vida, la de los Salomón y los Schopenhauer era la vida auténtica, la normal, mientras la vida de miles de millones de hombres no era digna de consideración, por muy extraño que ahora me parezca, veo que así fue. En el error originado por el orgullo de mi inteligencia, me parecía indudable que Salomón, Schopenhauer y yo planteábamos la cuestión de una manera tan exacta y verdadera que no podía ser de otro modo. Tan indudable me parecía que todos esos miles de millones de hombres pertenecían a la categoría de aquellos que nunca habían penetrado la profundidad de la cuestión que, buscando el sentido de mi vida, ni siquiera una vez se me ocurrió pensar «¿pero qué sentido dan y han dado a sus vidas todos los miles de millones de seres que han vivido y viven en este mundo?».

...
Habiendo comprendido esto me di cuenta de que no podía buscar una respuesta a mi cuestión en el conocimiento racional y que la solución dada por el conocimiento racional no era más que una indicación de que la respuesta sólo puede obtenerse formulando la pregunta de otra manera, es decir, sólo cuando se introduzca la relación entre lo finito y lo infinito en el razonamiento. También me di cuenta de que las respuestas dadas por la fe, por muy irracionales que fueran, tenían la ventaja de introducir la relación entre lo finito y lo infinito sin la cual no puede haber solución. Sea cual sea la manera en que planteo la pregunta de cómo debo vivir, la respuesta es conforme a la ley de Dios.
¿Cuál será el resultado auténtico de mi vida? El tormento eterno o la felicidad eterna. ¿Cuál es el sentido que no destruye la muerte? La unión con el Dios infinito, el Paraíso. Así, fui conducido de un modo inevitable a reconocer que toda la humanidad posee además del conocimiento racional, que antes me parecía el único conocimiento posible, otro conocimiento de tipo irracional: la fe, que nos da la posibilidad de vivir. La fe seguía siendo para mí tan irracional como antes, pero no podía dejar de reconocer que sólo ella poporciona a la humanidad respuestas a la cuestión de la vida y por consiguiente nos da la posibilidad de vivir. El conocimiento racional me llevó a la conclusión de que la vida era absurda. La mía se detuvo y quise quitármela. Considerando a las personas que me rodeaban y a toda la humanidad, vi que vivían y afirmaban que conocían el sentido de la vida. Luego, recapacité. Puesto que yo vivía, conocía el sentido de la vida. Como a los demás también a mí la fe me ofrecía el sentido de la vida y la posibilidad de vivir.

Tras examinar a las personas de otros países, a mis contemporáneos y a los que habían vivido antes, observé una misma cosa: dónde hay vida, hay fe. Desde el origen de la humanidad la fe nos ha dado la posibilidad de vivir, y los rasgos principales de la fe están en todas partes y son siempre los mismos. Sean cuales sean las respuestas que una fe u otra ofrecen al hombre, todas coinciden en dar un sentido infinito a la existencia finita del hombre, un sentido que ni los sufrimientos, ni las privaciones, ni la muerte pueden destruir. Por tanto, sólo en la fe podemos hallar el sentido de la vida y la posibilidad de vivir. Y comprendí que el significado más esencial de la fe no era sólo la manifestación de las cosas invisibles, etcétera. No era la revelación: esta no era más que la descripción de uno de los signos de la fe. No era la relación del hombre con Dios: es preciso primero determinar la fe y luego a Dios, no a la inversa. No era sólo la conformidad con lo que a uno se le ha dicho, aunque eso es lo que se suele entender por fe. La fe es el conocimiento del sentido de la vida humana gracias al cual el hombre no se aniquila, sino que vive. La fe es la fuerza de la vida. Si un hombre vive es porque cree en algo. Si no creyera que debe vivir por algo, no viviría. Si no ve ni comprende el caracter ilusorio de lo finito, cree en lo finito. Si comprende el caracter ilusorio de lo finito, es preciso que crea en lo infinito. Sin fe es imposible vivir.




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