LAS VOCACIONES

 Por Charles Baudelaire 


En un hermoso jardín donde los rayos del sol otoñal parecían entretenerse a gusto, bajo un cielo ya verdoso en que flotaban nubes de oro como continentes de viaje, cuatro hermosos niños, cuatro muchachitos, cansados sin duda de jugar, charlaban entre ellos. Uno decía:

—Ayer me llevaron al teatro. En grandes y tristes palacios, al fondo de los cuales se ven el mar y el cielo, hombres y mujeres, también serios y tristes, pero mucho más guapos y mejor vestidos que los que vemos en todas partes, hablan con voz cantarina. Se amenazan, suplican, se desesperan y apoyan con frecuencia la mano sobre un puñal envainado en su cinturón. ¡Ah!, ¡qué bonito es! Las mujeres son mucho más hermosas y mucho más altas que las que vienen a vernos a casa y, aunque con sus grandes ojos hundidos y sus mejillas inflamadas tienen un aire terrible, no se puede evitar amarlas. Se pasa miedo, entran ganas de llorar y, sin embargo, se queda uno contento... Y luego, lo más singular de todo, dan deseos de estar vestido como ellos, de decir y hacer las mismas cosas y de hablar con la misma voz...

Uno de los cuatro niños, que desde hacía unos segundos no escuchaba ya el discurso de su amigo y observaba con fijeza asombrosa no sé qué punto del cielo, dijo de pronto:

—¡Miren, miren allí! ¿Lo ven? ¿Está sentado en aquella nubecita solitaria, aquella nubecita de color fuego que se mueve suavemente. Él, él también parece que nos mira.
—Pero ¿quien? —preguntaron los otros...
—¡Dios! —respondió él con acento de perfecta convicción—. ¡Ah!, ya está muy lejos; dentro de poco no podrán verlo. Sin duda viaja para visitar todos los países. Miren, va a pasar detrás de aquella fila de árboles que hay casi en el horizonte..., y ahora baja por detrás del campanario... ¡Ay, ya no se le ve!

Y el niño permaneció largo tiempo vuelto hacia el mismo lugar, fijando en la línea que separa la tierra del cielo unos ojos en que brillaba una inexplicable expresión de éxtasis y de pena.

—¡Este es tonto, con su Dios, que sólo él puede ver! —dijo entonces el tercero, toda cuya personita se caracterizaba por una vivacidad y una vitalidad singulares—. Yo voy a contarles cómo me ocurrió una cosa que a ustedes jamás les ha sucedido y que es un poco más interesante que su teatro y sus nubes. Hace unos días mis padres me llevaron de viaje con ellos y, como en la posada donde paramos no había camas suficientes para todos nosotros, decidieron que yo dormiría con mi niñera.

Atrajo a sus compañeros más cerca de él y habló en voz más baja.

—Produce un efecto extraño, no estar acostado solo y encontrarse en la cama con la criada en las tinieblas. Como yo no dormía, me entretuve mientras ella dormía, en pasar mi mano sobre sus brazos, su cuello y sus hombros. Ella tiene los brazos y el cuello mucho más gruesos que todas las demás mujeres y en ellos la piel es tan suave como un papel de cartas o un papel de seda. Encontraba tanto placer en ello que hubiera continuado mucho tiempo, si no hubiera tenido miedo, primero, de despertarla, y luego, no sé de qué. Después, envolví mi cabeza con sus cabellos que le colgaban por la espalda, espesos como una crin, y olían tan bien como las flores del jardín a esta hora, se los aseguro. ¡Cuando puedan, intenten hacer lo mismo y verán!

El joven autor de esta prodigiosa revelación tenía, mientras hablaba, los ojos como platos por una especie de estupefacción de lo que aún sentía. Y los rayos del sol poniente, deslizándose a través de los bucles rojizos de su revuelta cabellera, la iluminaban como una aureola sulfurosa de pasión. Era fácil que éste no perdería su vida buscando la Divinidad en las nubes y que la encontraría a menudo en otros lugares.

Por fin el cuarto dijo:

—Ya saben que en casa me aburro bastante; nunca me llevan a un espectáculo; mi tutor es demasiado avaro. Dios no se ocupa de mí y de mi aburrimiento y no tengo ninguna criada guapa que me mime. A menudo he creído que me gustaría ir siempre adelante, sin saber dónde, sin que nadie se preocupe por ello y ver siempre países nuevos. Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creo que estaría mejor en un lugar distinto que aquel en donde me encuentro. ¡Pues bien, en la última feria del pueblo vecino, vi a tres hombres que viven como a mi me gustaría vivir! Ustedes no repararon en ellos. Eran altos, casi negros y muy orgullosos, aunque andrajosos, con el aspecto de no necesitar a nadie. Sus grandes ojos oscuros, sin embargo, brillaban cuando tocaban música; una música tan sorprendente, que de pronto invita a bailar, de pronto da ganas de llorar, o de hacer las dos cosas a la vez, y que lo volvería a uno loco si les escuchara mucho tiempo. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía contar una pena, y el otro, haciendo saltar su martillito sobre las cuerdas de un piano pequeño que llevaba colgado del cuello por una correa, parecía burlarse de la queja de su compañero, mientras que el tercero entrechocaba de vez en cuando los platillos con una violencia extraordinaria. Estaban tan satisfechos de sí mismos, que continuaron tocando su música de salvajes, incluso después de haberse dispersado la gente. Finalmente, recogieron las monedas, cargaron sus trastos a la espalda y se fueron. Yo, deseoso de saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta las lindes del bosque y sólo allí comprendí que no vivían en ninguna parte.

Entonces dijo uno:

—¿Hay que montar la tienda?
—¡No, hombre, no! —respondió el otro—, ¡hace una noche tan buena!

El tercero decía contando las monedas:

—Esa gente no siente la música y sus mujeres bailan como osos. Menos mal que, dentro de un mes, estaremos en Austria, donde encontraremos un pueblo más amable.
—Tal vez haríamos mejor en irnos a España; se nos viene el tiempo encima. Huyamos antes de que lleguen las lluvias y mojemos tan sólo el gaznate —dijo uno de los otros dos.

—Me acuerdo de todo, como ven. Después, cada uno bebió una taza de aguardiente y se durmieron, de cara hacia las estrellas. Al principio, sentí deseos de pedirles que me llevaran con ellos y me enseñaran a tocar sus instrumentos, pero no me atreví, sin duda porque siempre resulta difícil decidir cualquier cosa, y también porque tuve miedo de que me encontraran antes de salir de Francia.

El aire de escaso interés de los otros tres amigos me hizo pensar que este pequeño era ya un incomprendido. Lo miré con atención; en sus ojos y en su frente había un algo de fatal precocidad que, generalmente, enajena la simpatía y que, no sé por qué, atraía la mía, hasta el punto de que, por un instante se me ocurrió la rara idea de que yo podía tener un hermano desconocido, incluso para mí.

Se había puesto el sol. La noche solemne había aparecido. Los niños se separaron, yendo cada uno sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar su destino, a escandalizar a sus prójimos y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.




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